EL PÁRAMO
I
Todos los días
acosadas por las bestias
las miles de criaturas
que pueblan el páramo
rinden examen de supervivencia.
Apenas se disipan la neblina
y la negrura de la noche, se asoman
con cuidado, abandonando la seguridad
(relativa) de la madriguera.
De buena gana se quedarían
pero deben salir
y allá afuera convergen
seguras de cuan largas y tortuosas
serán las próximas horas.
Innumerables circuitos las conducen
expuestas a chirridos lacerantes
y vahos insalubres.
Presienten que la violencia
se hará presente; por eso
miran de reojo, preparan el zarpazo
y van en tensión, a la defensiva.
Razones no les faltan
las bestias no descansan
y descargan su mal de muchas formas.
II
El páramo confunde. Algunas veces
brillan sensuales luces que aturden
enamoran y atraen como imanes.
Montones de criaturas se abalanzan entonces
y caen en las redes engañosas
en las cuales se enferman
se mueren y se pudren.
No es muy fácil hallar terreno seco
donde cavar nuevos refugios.
Así, muchas terminan habitando
húmedos agujeros atestados
donde las pujas se dirimen a dentellada limpia
casi siempre.
Seguramente habrá mutado, en una época desgraciada
el instinto vital. Hoy las arrastra
irresistiblemente, a creer en esta meca
donde infelicidad y miedo
son contracara de las mieles anheladas, efímeras y vanas
muchas veces.
III
Algunas bestias rugen e inundan el páramo
con su aliento putrefacto.
A veces, en descontrol suicida y criminal
se lanzan contra todo y contra todos
con desgraciado saldo de muerte y destrucción.
Carecen del instinto que reprime el ataque
a la propia especie
por eso no es raro presenciar entreveros
feroces entre ellas.
Otras proceden sutilmente:
simulan mansedumbre, son amables
pero sin que las criaturas se den cuenta
las someten. Al tiempo ya no queda
de las pobres más que el cuero
y aún así, con una mueca que pretende ser sonrisa
ofrecen a verdugos y opresores su gesto patético
de agradecimiento.
IV
Van regresando las sombras.
Un grupo de criaturas vuelve a su madriguera
y se detiene un momento
a la vera de un charco.
Sus cuerpos están tiesos
de contracturas.
Se les doblan las patas
de cansancio.
La sed las inclina sobre el líquido incierto
donde bailan los brillos del páramo incendiado.
En ese momento pegan el grito
y sus pieles
se erizan de terror:
desde el acuoso fondo del agujero
los ojos de las bestias las están observando.